El acto en cuestión, film de 1993 que se mantuvo inédito hasta este año en la cartelera nacional, es una verdadera gema en la filmografía de Alejandro Agresti. Agresti ha sido un cineasta que se destacó por su enorme talento y creatividad en una época (fines de los ochenta, primera mitad de los noventa) de las menos inspiradas para el cine argentino. En 1993, mientras El acto en cuestión circulaba por el exterior como una representante del cine argentino pero desconocida para el público nacional, una sola película mostraba que el cine argentino mantenía chispazos de genialidad en una época de poco vuelo creativo y de nula inversión económica: Gatica, el mono, de Leonardo Favio.
El acto en cuestión, al igual que Gatica, el mono, habla de la argentinidad, con sus luces y sus sombras. En ambas está presente la idea de un personaje principal soberbio, canchero, de hablar típicamente argentino, de origen humilde, que sueña con pegar el salto, lo logra y luego se hunde en la decadencia. En ambas también lo soberbio y lo canchero queda expuesto con un lenguaje coloquial, que le imprime a ambas películas cierto tono costumbrista y grotesco.
De todas maneras, El acto en cuestión es un film que dispara en otras direcciones. Una de las cuestiones que aborda este film de manera clara y central es el exilio. Agresti, para ese entonces, era un realizador consumado en Europa (específicamente en Holanda), con varias coproducciones hechas entre Holanda y Argentina pero pocas posibilidades de hacer pie definitivamente en su país natal. Por lo tanto, El acto en cuestión escenifica el conflicto del porteño que llega a Europa y que triunfa allí, pero extraña a su tierra. Esta idea del exilio post dictadura está narrada con el lirismo correspondiente, pero sin clichés estéticos, es decir, sin una mezcla audiovisual del tipo “Piazzolla-Obelisco-Calle Corrientes”, algo a lo que apelaban muchos de los films sobre el exilio de la época. El exilio implica un desplazamiento de factores, dos mundos que se chocan. En El acto en cuestión, film que fue rodado enteramente en el extranjero, esta escenificación del exilio está dada por el choque entre un lenguaje oral netamente porteño (con una gestualidad que remite al grotesco teatral) y una puesta en escena en la que pueden reconocerse distintos referentes de la historia del cine universal (Meliés es uno de los ejemplos más claros).
Esto que refiere a las referencias visuales da cuenta de otro aspecto central en esta obra: su carácter posmoderno. El acto en cuestión está imbuida de una evidente construcción posmodernista, que no se repetiría de tal manera ni en las películas siguientes de Agresti, ni en la cinematografía nacional de principios de los noventa hasta la fecha, lo que evidencia la concepción singular de esta propuesta.
Miguel Quiroga, interpretado de manera descollante por Carlos Roffe, es un hombre que acostumbra robar libros en librerías de viejo y leérselos a una velocidad increíble. Hasta que encuentra un libro en el que descubre el secreto para hacer desaparecer objetos, hecho que lo convierte en un mago célebre por su acto. Miguel pasa de apropiarse de los libros a apropiarse de un truco en particular, para luego apropiarse de la única mujer que lo amó, luego de que esta descubre el carácter ilusorio de su truco.
La idea de posmodernidad, tanto en el cine como en cualquier disciplina artística, implica la apropiación de textos previos. La posmodernidad entiende que, luego del auge y caída de las vanguardias estéticas de principios del siglo XX, ningún arte puede concebir una forma original, despojada de referencias y alusiones a otros textos, a otras obras artísticas. Miguel Quiroga es una suerte de traslación cinematográfica de la propia personalidad de Agresti, una personificación delirante, megalómana y también un triste exiliado. Pero donde más se ve esa semejanza entre Quiroga y Agresti es en la apropiación como acto artístico central. Mientras que Quiroga se apropia de los libros, se vuelve famoso apropiándose de un truco mágico y se apropia de su mujer, Agresti se apropia de reminiscencias borgianas, de cierto tono arltiano, de una inagotable lista de referencias cinematográficas, especialmente enfocadas en el período mudo, pero que también recurre a Los Muppets en una escena puntual, y de una mezcla musical que va del tango a lo clásico (otro dato que muestra la tensión del exilio entre lo local y lo universal).
Hacer explícita esas apropiaciones también implica “romper la cuarta pared”, algo que Agresti hace permanentemente en este film, sobre todo con las miradas a cámara de quienes narran el cuento, el amigo fabricante de muñecas interpretado por Lorenzo Quinteros, pero también el personaje que interpreta Mirtha Busnelli cuando lee la carta que le escribió al protagonista, y también el propio Miguel Quiroga en algunos pasajes.
Un ejemplo de esas miradas cómplices se da cuando Miguel dice que en Argentina él es el único capaz de hacer desaparecer personas, “por ahora”, lo que dispara otra reflexión ineludible, respecto a la significación de las desapariciones. Cuando Miguel decide probar con humanos se da cuenta que “hacer desaparecer un ser humano no es joda”. Cuando no logra hacer aparecer al chico, le gritan “¡Aparición con vida!”, todos elementos que hacen que la película toque el tema de los desaparecidos, sin ser por ello una película sobre la dictadura y sus consecuencias. La película se ancla en un tiempo ligado a la primera mitad del siglo XX, pero sin ser exacto en sus fechas, lo que le da un cierto nivel de atemporalidad. Esta ambigüedad le permite tocar simbólicamente el tema de los desaparecidos, como un elemento más de esa argentinidad que supo de luces y sombras, tal como Miguel Quiroga.
En El acto en cuestión, Agresti, con un ingenio visual que acá explota como en pocos de sus muchos films y una audacia narrativa que hace parecer a El acto en cuestión como Citizen Kane de Orson Welles en versión desparpajo absoluto, muestra a Miguel Quiroga, un ladrón con ínfulas de genio, como el hijo inevitable de una Argentina que creció apropiándose de otras culturas, idiomas y escenarios (desde el Cocoliche hasta la “Paris de Sudamérica”), de una Argentina que ha sabido apropiarse de muchas cosas pero que, en su afán de apropiación, ha terminado fagocitándose a sus propios hijos.