Elogio del exceso (El lobo de Wall Street)

El cine norteamericano, en términos clasicistas, construye sus límites formales a partir de la referencia al cine clásico (aquel que brilló a partir de la década del ’30), pero no se queda en la mera cita a aquel cine sino que lo actualiza, lo trae al presente, lo revitaliza. Realizar un cine “clásico” en la actualidad no es solamente dirigir de acuerdo a lo que Noel Burch llamaba “modo de representación institucional” (un cine de plano/contraplano, de montaje transparente, de movimientos y miradas fragmentadas y reconstruidas sin que salten a los ojos del espectador). No basta con dirigir de manera técnicamente correcta o prolija, hay que saber interpretar el lenguaje y honrar sus códigos y valores.

En los setenta surgió una generación de directores que supo rememorar magistralmente el cine norteamericano clásico, entre los que estaban Steven Spielberg, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Brian de Palma, a veces citando directamente y la mayoría de las veces apelando a un espíritu narrativamente clásico. Es hermoso ver las realizaciones clasicistas de estos directores o de Clint Eastwood, pero ¿qué pasa cuando un director que, dicho vulgarmente, “sabe filmar bien”, decide desconcertarnos?

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De El lobo de Wall Street todos hablan de “exceso”. La palabra exceso se repite en todas las críticas y es lo primero que uno piensa al verla. Los excesos del protagonista, Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), se trasladan a la historia, plagada de orgías, puteadas y drogas de todo tipo, a una duración excesiva (tres horas, y parece que, cuando se edite en dvd, va a durar una hora más) y a los excesos que comete Scorsese en todo sentido.

La mayoría de los excesos tienen que ver con la representación, dentro de la ficción, de distintos registros visuales (videos caseros en vhs, publicidades de bajo presupuesto, una secuencia que remite al cine catástrofe clase b, etc) y, especialmente, con la enorme cantidad de “errores” técnicos que comete con absoluto desprejuicio (el término errores está entrecomillado por lo que se expondrá a continuación).

En términos de montaje, a lo largo de la película hay muchísimos planos que “no pegan”, es decir, que no reconstruyen movimientos fluidos, sino que marean, provocan desconcierto aún en los ojos más entrenados. Incluso hay decisiones formales, cuanto menos, extrañas. En una sencilla escena de conversación entre Jordan Belfort y su padre, Scorsese elige filmarla en plano y contraplano, pero, en el medio de ésta, de pronto los muestra a ambos de perfil, para luego volver al plano/contraplano. Se entiende que un realizador que lleva cuarenta años dirigiendo y ha demostrado ser un excelente clasicista no filma de esa forma de manera involuntaria, y es justamente esa multiplicidad de supuestos errores lo que contribuye a edificar una película absolutamente coherente en su desborde.

En El lobo de Wall Street, Scorsese se autocita apelando a Buenos muchachos. Di Caprio como Jordan Belfort es como Ray Liotta interpretando a Henry Hill. Ambos le cuentan sus historias al espectador mirando a cámara, pasan de ser simples aprendices a cometer delitos de todo tipo en pos de alimentar sus respectivas ambiciones personales, y el ascenso y caída de ambos se narran de manera simétrica. Pero lo que en Buenos muchachos es violencia recurrente, en El lobo…. es desborde puro y “duro”.

El lobo… es como Buenos muchachos, pero, a la hora de los bifes, es más zarpada que Scarface. Mientras que Scarface vuelca en la última parte, El lobo… engancha ese carril a los quince minutos de película, y el resto es una montaña rusa grotesca, delirante e imparable.

En esa montaña de excesos entra también el registro genérico. Estamos ante una comedia, pero no una comedia que se asume con facilidad como tal. Hay escenas que son rotundamente cómicas, pero muchas otras en las que el humor está generado a partir del desborde que desprenden los vicios del protagonista. Así, se establece una ambigüedad maravillosa, porque en esos pasajes no podemos definir a ciencia cierta si el humor es voluntario o no. Desde ya que es voluntario, porque en Scorsese no hay nada librado al azar, lo maravilloso es que nos hace creer que el motor de su humor puede ser algo fortuito o involuntario. Tampoco es fácil catalogarla como comedia, porque en la última media hora vuelca hacia el drama.

Párrafo aparte merece la interpretación de Di Caprio, un jinete perfecto para semejante suma de desbordes. Di Caprio se contiene cuando es necesario y bordea la sobreactuación cuando el guión lo reclama.

Obviamente, no estamos ante una película perfecta. La perfección implica cierto grado de “redondez”, y una búsqueda que apunta a un desborde formal, narrativo e interpretativo no puede congeniar en algo redondo, sólido. La construcción consciente de un opus excesivo implica un riesgo recurrente e inevitable. Scorsese, ante esto, demuestra su ya probada genialidad.

Que un director clasicista de más de setenta años elija jugar con las formas, los recursos, el guión, la puesta en escena y el elenco como si fuera un chico experimentando con el lenguaje cinematográfico, ya de por sí es algo para destacar. Que eso se ensamble perfectamente en la naturaleza del relato y del protagonista en cuestión, es la evidencia de una obra sumamente coherente y vital, propia de un maravilloso realizador.

 

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